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Ambiente - 32. página

Entradas sobre tecnología y ambiente.

¿No a las papeleras, o no a la contaminación?

En su columna política del diario Clarín del domingo anterior, Eduardo van der Kooy plantea un concepto que traté de resumir en la pregunta del título.

Textualmente, Van der Kooy dice: «Hay asambleístas de Gualeguaychú que no se conformarán sólo con ofertas y persuasiones. Son los que luchan contra la instalación de las plantas y no para evitar la contaminación. Aunque depongan la medida, permanecerán al acecho. El Presidente espiará lo que ocurra en silencio. Pero si el desbloqueo no se produce su acuerdo con Tabaré caerá.»

De este análisis es que surge aquella pregunta, porque hay diferencias fundamentales entre los dos conceptos y las acciones y decisiones que conllevan. El «no a las papeleras» conlleva el riesgo de caer en el simplismo: si no se instalan se acabó el problema. Y otro riesgo: que se piense que en cualquier otro lugar menos cerca de uno las papeleras están bien.

Esta postura no resiste un análisis serio. El enorme consumo de papel, y fundamentalmente la falta de un recurso sustituto, impiden pensar por el momento en el cierre de las plantas de fabricación de ese producto, como cae de maduro. No se pensó en su momento, y ahora se piensa poco, en el deterioro subyacente en la producción de papel.

Pensar que en cualquier lado las plantas están bien menos cerca nuestro, es una actitud tan egoísta, desconsiderada e irresponsable que no admite ninguna consideración.

En cambio, si el NO fuera a la contaminación, esta premisa se constituye por si misma en un fundamento de considerable solidez para la solución de este conflicto.

No importa donde pretendan instalarlas: si contaminan no se instalan. Y punto. Pero esto abre un abanico de posibilidades, de nuevas tecnologías y de respuestas sustentables en el tiempo. Abre el juego a nuevas investigaciones, a nuevos métodos y a una nueva conciencia de pertenencia y cuidado hacia lo que nos rodea.

No es una simple cuestión semántica, sino toda una declaración de principios y convicciones. O se está a favor de soluciones mediocres que trasladan el problema a las próximas generaciones, o se apela a criterios serios y responsables que generen alternativas de largo plazo.

Me viene a la memoria cuando el gobierno de la ciudad de Bs. As. hace varios años legisló a favor de la disminución del uso de gasoil y nafta en el trasporte pùblico, a fin de disminuir los índices de contaminación. Esto sin lugar a dudas hubiera sido todo un avance, de no ser por el hecho de que solo consideraron como alternativa el uso del GNC, en vez de abrir el juego a la gran variedad de investigaciones de combustibles alternativos que hay en el país. Todo lo que se logró fue opacado por la sensación de que se estaba favoreciendo a los lobbies, y allí quedó.

Esperemos que las decisiones al respecto de las papeleras sean más abiertas, y que puedan dar a luz toda una nueva gama de respuestas a este problema real.

El ‘papel’ de Greenpeace

Greenpeace reclama a los gobiernos de Argentina y Uruguay la elaboración de un «Plan de Producción Limpia para el Sector Papel» que involucre la eliminación del cloro en el proceso de blanqueo en el papel; extender el proceso de cocción y realizar el proceso de delignificación con oxígeno; eliminar totalmente los efluentes de las plantas de pasta y papel; aumentar el porcentaje de papel que es reciclado y el contenido de papel reciclado post-consumo en los papeles a la venta; establecer líneas de crédito blandas para la eliminación de los efluentes de las industrias del sector; la promoción y crecimiento de las empresas de reciclado y exigir la explotación sostenible de los recursos forestales.

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Un argumento irrefutable.

Este es uno de los panfletos que se distribuyen durante los cortes de ruta contra la instalación de las papeleras.

Para hacer oidos sordos a un argumento como este, ¿cuan contaminadas se deberán tener las entrañas?

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No cometamos los mismos errores

Y cuando vinieron por mi,
ya no quedaba nadie que alzara la voz
para defenderme.

La cuestión de las papeleras sobre el río Uruguay es una oportunidad única.

Los medios importantes sólo hacen crónicas del conflicto sin tomar partido. Los políticos toman posiciones ambiguas y contradictorias sospechosamente tibias. En el congreso parece que se discute en un clima de cosa cocinada -al menos es la impresión que tiene el observador externo.

La cuestión de las papeleras debe ser nuestra oportunidad.

Hemos recibido de las generaciones pasadas un país devastado por las malas políticas, la entrega espúria, el desprecio por el medio ambiente; en fin: un país al que no le importaron, salvo honrosas excepciones, las generaciones por venir.

La cuestión de las papeleras no puede dejar de ser nuestra oportunidad.

Oportunidad de reclamar un alto en el desmanejo de los recursos en aras del enriquecimiento de unos pocos. De impedir con medidas claras y valientes que mueran niños y ancianos sólo porque alguien se hizo el distraído. De observar atentamente alrededor y reclamar que se cuide el suelo, el agua, el aire para muchas generaciones más.

La entrega, la cobardía, el desinterés, la pereza mental, el abandono, la desidia, el interés sólo electoral, el mirar sin ver, el hacerse el distraído y mirar para otro lado, el esperar que otro haga lo que se debe hacer, la apatía, el desgano, la traición, la inacción son estigmas de una nación que no es, aunque debería.

La cuestión de las papeleras sobre el río Uruguay es una oportunidad única.

Oportunidad de que, de una vez por todas, todos demostremos que el futuro nos interesa.

Y un último pensamiento: si las papeleras no se instalan sobre el río Uruguay pero sí unos kilometros más arriba o más abajo sin resolver el peligro de la contaminación, igual nos vencieron, porque seguimos entregados al egoísmo y la dispersión.

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Todo el sistema es vulnerable

En un muy interesante y revelador análisis, el economista norteamericano Jeremy Rifkin plantea la inquietante pero real posibilidad de que toda la electrónica falle en su conjunto, y cuales serían sus nefastas consecuencias. A continuación transcribo la columna, que fué publicada en Clarín el último domingo.

Al mundo entero le preocupa la posibilidad de que Irán tenga armas nucleares. ¿Por qué? Lo que ahora saben nuestras autoridades políticas y estrategas militares —y la opinión pública ignora— es que una bomba nuclear desata una fuerza mucho más poderosa que la explosiva. Esa fuerza aumenta en capacidad destructiva en proporción directa a la extensión de la revolución de las comunicaciones globales.

En los últimos veinte años, los países industrializados del mundo integraron los avances en tecnología de chips, software y hardware de computación, y tecnología de telecomunicaciones para crear una compleja infraestructura electrónica para manejar los más mínimos detalles de la vida cotidiana.

¿Pero qué pasaría si todo chip de computadora, interruptor eléctrico y circuito que conecta y dirige nuestra economía se agotara de pronto en toda América del Norte o Europa, y todos al mismo tiempo? ¿Resulta imposible imaginarlo? Volvamos a 1962.

Los Estados Unidos hicieron explotar por primera vez una bomba nuclear en la atmósfera superior sobre el Océano Pacífico. Inesperadamente, los rayos gamma que provocó la explosión desencadenaron un impulso electromagnético que anuló luces, estaciones de radio, teléfonos y telecomunicaciones a más de 1.300 kilómetros de distancia, en Hawai.

Los funcionarios del Pentágono tomaron nota. El impulso electromagnético (EMP) se convirtió en algo temible en el ámbito militar, pero quedó relegado a la segunda línea de posibles amenazas que podrían enfrentar el país y el mundo.

Todo eso cambió luego de los atentados terroristas del 11 de septiembre contra el World Trace Center y el Pentágono. Los estrategas militares empezaron a preguntar qué pasaría si un régimen rebelde o un grupo de terroristas equiparan un misil Scud —algo que con toda facilidad puede comprarse en los mercados mundiales por unos cien mil dólares—, con un arma nuclear y lo hicieran detonar en la atmósfera superior sobre América del Norte o Europa. Los resultados serían catastróficos.

Un impulso electromagnético que llegara a la superficie de América del Norte o Europa a la velocidad de la luz podría destruir buena parte, o la totalidad, del equipo eléctrico, incluidos los transformadores gigantes que son la base de la red eléctrica. ¡Piénsenlo! Sin electricidad… la red eléctrica de todo un continente inutilizada. También quedarían arruinados los interruptores eléctricos que regulan el suministro de agua. Sin agua. Sin saneamiento. Los chips electrónicos y los circuitos de autos, ómnibus, camiones y trenes, también inutilizados. El tránsito se detendría de inmediato. Sin teléfonos, televisión ni radio… todo destruido. Los sistemas eléctricos que operan nuestros gasoductos y oleoductos. Sin combustible. Agotadas las computadoras, se detiene todo el flujo de información. Sólo hay alimentos para subsistir unas semanas. No hay forma de organizar una misión de rescate porque toda la maquinaria social está muerta.

¿Improbable? No lo es, según un informe detallado de una Comisión del Congreso de los Estados Unidos que evalúa la amenaza de un ataque con impulso electromagnético a los Estados Unidos. La comisión calificó el ataque de EMP «la amenaza del 11 de septiembre del futuro» y advirtió que, de desplomarse la red eléctrica, toda la infraestructura se caería. El resultado es que la sociedad podría retroceder cien años, hasta la era anterior a la electricidad.

Llevaría hasta dos años fabricar, enviar e instalar los grandes transformadores que constituyen la base de la red eléctrica… lo que supone dos años sin electricidad. ¡Inimaginable!

Hay que destacar que algunos especialistas, si bien coinciden en que un ataque con EMP sería catastrófico, consideran que no todo el equipo eléctrico quedaría destruido. Pero la verdad es que nadie lo sabe con certeza.

El punto es que el costado negativo de vivir en una civilización electrónica cada vez más compleja es que todo el sistema es más vulnerable a una completa devastación. Podríamos tratar de anticipar todas las amenazas posibles que plantea la creciente complejidad tecnológica de nuestra sociedad global. En eso residen las esperanzas de nuestras autoridades políticas. Ya se habla de acumular generadores de reserva, de hacer que el equipo sea más resistente, lo que también comprende el hardware militar, y de desplegar una defensa eficaz contra misiles balísticos ante la posibilidad de un ataque con EMP.

El problema es que, si bien la complejidad de la infraestructura de alta tecnología que creamos es visible, relativamente estable y cognoscible, las amenazas son en su mayor parte invisibles, inestables y tan variables como la imaginación de sus perpetradores. La única verdadera solución a la creciente complejización de la sociedad, producto de los avances tecnológicos, no es de naturaleza técnica sino psicológica y social.

Tenemos que empezar a analizar seriamente cómo modificar de manera radical el grado de conciencia de las personas para que el género humano pueda aprender a vivir en un planeta compartido. Eso exige visión, esperanza, empatía y paciencia, algo que parece estar agotándose en la humanidad.

Fuente: Clarin.com.ar

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