Se ha dicho que la complicación del gusto culinario, el refinamiento es parte de la construcción de una distinción social. Hay que saber comer ostras; eso, por una extraña operación, nos eleva. En este sentido, me inclino más bien por el culto de la simplicidad. No me interesaron nunca las distinciones sociales: ni la portación de trajes ni la portación de cara ni refinamiento vía el menú. Que las leyes defienden el privilegio de comer y beber exquisitamente, no cabe la menor duda. En plan de utopías, sería mejor imaginar una abolición del hambre no tanto por el acceso a los lujos de la comida ni a la redacción de las leyes, sino por un nuevo orden social de igualdad. Pero claro que dentro de nuestro mundo, esa es la ecuación: la ley está escrita por los que mejor comen, y se aplica ante todo a los que peor lo hacen.
[Mariana Dimópulos, escritora y traductora, en un reportaje de Claudio Martyniuk para el diario Clarín]
