En una revista dominical de la ciudad se publicó un artículo interesante, sobre cómo la irrupción de las nuevas tecnologías en la vida diaria cambió nuestros hábitos.
Entre nativos e inmigrantes digitales (por cierto, una división discutible, por subjetiva y bastante antipática), comparaciones nostágicas (típicas de los que pasaron los treinta…) y opiniones de opinólogos, en el mencionado artículo se entremezclan Biblia y calefón.
Los que saben dicen que la tecnología, en una aproximación elemental, nace de necesidades, responde a demandas e implica el planteo y la solución de problemas concretos, ya sea de las personas, empresas, instituciones, o del conjunto de la sociedad. Esto incluye computadoras, celulares, chat e i-pod, por supuesto, pero no se restringe a estos artilugios, sino que se extiende a todo desarrollo o creación humana tendiente a mejorar la calidad de vida (si, ya se, no siempre funciona…)
El encandilamiento que producen estos chiches (gadgets en inglés), hace que muchas veces, parafraseando a Les Luthiers, ‘ellos se quedan con el oro y nosotros con las baratijas…’
Es indudable que el mundo ha cambiado vertiginosamente desde la invención del transistor. Basta con revisar una «Mecánica Popular» de los años ’50 para darse cuenta de que el planeta ha girado al revés de lo que los especialistas y futurólogos imaginaban en esas épocas.
Quizás esos cambios han mareado a todo el mundo, por eso se termina confundiendo las llamadas «nuevas tecnologías» con «el planteo y la solución de problemas concretos» que viene brindando la tecnología desde que alguien dejó de hacer las cosas con las manos para usar una herramienta.
Deberíamos llamar a las cosas por su nombre, y sobre todo recordar cuando escribimos que, al decir de D. Dickson, «los problemas sociales asociados a la tecnología provienen de la utilización que de ella se hace y no de la propia naturaleza de la tecnología». Sea antigua o moderna, electrónica o a vapor.